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LA 0.3
La función del arte público







Mientras en algunas ciudades se multiplican los horrores estéticos, hay algunas obras de arte que sirven para resolver problemas y mejorar la imagen urbana.





Por JAVIER MADERUELO.






En 1891, Emile Zola, como presidente de la Société des Gents de Lettres, encargó al prestigioso Auguste Rodin la realización de un monumento dedicado al novelista Balzac, para ser ubicado en la galería de Orléans del Palais Royal de París. Cuando siete años después Rodin presentó en público un yeso, la obra fue rechazada con las críticas más agrias que se puedan imaginar. Esta obra, de compleja y tenaz gestación, pretendía acercar el milenario y clásico arte de la escultura hasta los umbrales de la modernidad. El episodio supuso el cierre simbólico del ciclo de la estatuaria pública, aunque la inercia haya seguido colocando en las calles y plazas efigies de políticos bronceados y petrificados, a pie o a caballo.

Con el rechazo de la obra se puso de manifiesto no sólo la crisis de la lógica del monumento urbano sino también la propia escultura como categoría artística. La estatuaria casi desapareció a principios del siglo XX al ser arrollada por los innovadores aires de las vanguardias. Los nuevos escultores vanguardistas abandonaron la masa y el volumen, la piedra y el bronce, para flirtear con los temas, formas y pequeños tamaños de la pintura.

Por su parte, la ciudad de la modernidad, inspirada en los principios higienistas y funcionales que se plasmarían en la Carta de Atenas (1933), rechazó

la estatuaria y los efectos decorativos, abogando por una arquitectura desornamentada. Cuando la insatisfacción existencial se apoderó de los ciudadanos apilados en los nuevos barrios periféricos y cuando los centros históricos de las viejas ciudades fueron usurpados por los automóviles y la publicidad, algunas autoridades municipales intentaron recurrir a los artistas para mejorar la imagen urbana, encargando fuentes, estatuas y elementos alegóricos. Pero para entonces, el tiempo que había transcurrido desde el rechazo de la obra de Rodin era ya muy largo. Para entonces se había perdido el oficio de crear monumentos públicos y los artistas formados en la vanguardia no dominaban cualidades como el tamaño, la escala, la ubicuidad y la buena presencia, ésas que permitieron a las esculturas del pasado ser monumentales.

Por el contrario, la mayoría de las esculturas para espacios públicos surgidas después de la Segunda Guerra Mundial parecen lamentables y no terminan de satisfacer ni a los comitentes ni a los ciudadanos. Son fantasmas inexpresivos, carentes de significados y emotividad, de presencia visual y de materialidad física, de buena forma. Ocupan espacios inoportunos de manera inadecuada. Por eso los escultores más sensatos huyeron entonces de los encargos públicos ya que éstos aparecían, además, lastrados con el estigma del favoritismo político.



Así las cosas, en la década de 1970 comienza a crearse un estado de conciencia sobre el problema del arte público. Artistas del pop art, como Claes Oldenburg, hacen con su obra burla expresa de lo monumental al agigantar elementos banales relacionados con la comida o el sexo. Por su parte, Richard Serra comienza a realizar obras de grandes dimensiones para lugares específicos que dialogan con el entorno en el que se ubican. Otros, como Daniel Buren, pretenden la gran escala urbana ocupando con su trabajo el espacio público.

Mientras tanto, hay artistas que intentan recuperar los significados a través de la conmemoración, como Maya Lin. También están los que reclaman la funcionalidad para la escultura, y descienden a diseñar bancos y otros elementos urbanos y, como Siah Armajani, teorizan sobre lo público como valor democrático.

Desde los años setenta, miles de encargos públicos han permitido desarrollar un extenso arco de posibilidades. Pero sólo algunos son paradigmáticos de lo que debería ser una obra que dialoga con el espacio urbano, lo sirve y lo mejora, ayudando a valorar sus posibilidades. Tomemos como muestra Ma'alot, de Dany Karavan, que configura el espacio entre el Museo Ludwig, la catedral y el río Rin, en Colonia; o la plaza del Tenis con El Peine de los Vientos, de Luis Peña Ganchegui y Eduardo Chillida (foto), en San Sebastián, donde el plano horizontal de la plaza, con sus gradas y terrazas de granito, se pliega al terreno dialogando con la roca descarnada y las gigantes olas del mar.

Pero obras como éstas son la excepción. El monigote paticorto, el objeto absurdamente agigantado, la figura kitsch y el bodrio irreferencial son los elementos más recurrentes. Para acumular experiencia y superar esta situación han surgido iniciativas como la exposición Skulptur Projektein Münster, en 1977, que invita cada diez años a escultores a reflexionar sobre el espacio público, y sigue siendo un referente mundial, como lo fue el programa de monumentalización de la periferia de Barcelona, impulsado por Oriol Bohigas. El programa permitió que se crearan piezas de gran tamaño en lugares públicos, mejorando así su imagen y resolviendo algunos problemas urbanos; como sucede con una obra ejemplar en la avenida de Río de Janeiro, del escultor Roqué y los arquitectos Paloma Bardají y Carles Teixidó. Esta obra, de 306 metros de longitud, es un muro de entibación que hace de mediana en dicha avenida. Ese muro, con sus rampas y escaleras, ha sido tratado como una enorme escultura.

Javier Maderuelo es doctor en Arquitectura y doctor en Historia del Arte.